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A finales del siglo II a. C. Roma se encontraba en una nueva edad de oro. Riquezas procedentes de los tres continentes conocidos llenaban las arcas de la Res Publica y de las familias patricias. Mientras los pequeños propietarios se arruinaban debido a los cada vez más largos períodos de servicio militar.
Dos guerras, una al sur contra Yugurta el rey de los númidas, y la otra contra cimbrios y teutones que descendieron de las frías tierras del norte de Europa, ponían en peligro la propia existencia de Roma. La negligencia y corrupción generalizada de la clase política, hicieron que el pueblo confiase en la llegada de un “hombre nuevo”.
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